And when I touch you I feel happy inside

La música, sin duda, está en todas partes. Está en las situaciones divertidas, en las tardes de soledad en tu habitación, al irte a dormir y en tu propia cabeza. Cuando ni tú mismo sabes lo que pasa por tu mente, cuando tu corazón dice 'ya basta'.
A veces, solo necesitas dos minutos y veintisiete segundos para que todo vuelva a la normalidad, o más bien a tu normalidad. Correr, a ritmo de una canción. Huir, sea donde sea. Y en el estribillo, gritar con todas tus fuerzas, y saltar. Saltar para rozar las estrellas, para que te tiemblen las rodillas. Y luego, caer. Por voluntad propia, tumbarte en el suelo, aunque esté sucio. No importa, en ese segundo nada importa. Y luego, reírte de tu estupidez, de ser tan niña. De ser tan feliz, pase lo que pase. ¿Y sabéis por qué? Porque al volver la vista, a tu lado, hay una persona que coge tu mano. Y no la suelta, jamás.
Ahora cada vez que escuches esa canción, sonríes y te miras las manos.
I want to hold your hand... forever.

Y vivieron felices y comieron lechuga, ya que eran vegetarianos

Siempre, cuando termino un libro me quedo unos minutos en shock. Siempre. Reflexiono sobre cada palabra, frase y capítulo. Y sobre todo, sobre el final.
El final. Podrá tener 6438746724637846238 páginas perfectas un libro, pero si no me gusta el final, me habrá decepcionado de la manera más desastrosa y horrible.
La última frase. Un buen final necesita la frase idónea. La frase que me haga formular una sonrisa, que me quede con ganas de más, de respirar más palabras. Que me haga llorar, reír, saltar... pero sobre todo, soñar. Cuanto más tiempo dure el shock, cuanto más tiempo me quede tumbada en la cama, con los ojos cerrados o mirando al techo, cuanto más tiempo me dure la sonrisa de oreja a oreja, más anhelo me habrá provocado. Más anhelo de no despertar del sueño. Del sueño que es leer.
Toda historia se merece un final idóneo, ya sea ficticia o real. Ya sea la historia de Los cinco minutos que tardaste en comprar el pan, o El amor de tu vida. Tampoco soy una ingenua, bueno en realidad sí. Digamos que sólo cuando me apetece. Sé que todas las historias no tienen un final feliz. Que no siempre se comen perdices, pero... Entonces, ¿para qué existe la imaginación?
Siempre, cuando termino un libro, un libro que no tiene ese final que me es propio, que para mí es el correcto, sigo soñando. Siempre. Me invento mil y un desenlaces.
En verdad, eso lo hace aún más divertido, más inocente. Pero, de todas formas, es más bonito cuando está escrito con palabras, cuando no sufres ese minuto de decepción. Cuando lees la última frase, cierras el libro de par en par, cierras los ojos y piensas: ni yo mismo, podría haberme imaginado un final mejor.
Ahora, cierro los ojos y sueño con uno de los mejores finales que no me he podido imaginar. Con un 'Marina, te llevaste todas las respuestas contigo'.

Creo que empiezo a entender

¿Si pudieras viajar a Oz, qué deseo pedirías?
Yo no quiero ningún corazón, ni ser más valiente, ni tampoco un nuevo cerebro.
Yo quiero... No sé lo que quiero. Quizá, si tuviera unos zapatos rojos y pudiera taconear tres veces... Tack. Tack. Tack. No, no puedo desear saber lo que quiero. Parece ser que la única solución es esperar a que Dorothy me lleve por el camino de baldosas amarillas. Esperar.
Esperar es lo peor que puede existir. No saber la dirección. ¿Derecha o izquierda? No saber qué vendrá después. ¿Una tormenta que me lleve a Oz o un hombre de hojalata que chirríe?
Por mucho que lo necesite no obtengo mi respuesta. No me vale con un 'espera'. Quiero saber. ¿Me quedo de brazos cruzados o me arriesgo a perder?
Tengo que afrontar que no estoy. No estoy en ningún sitio. Ni lejos, ni cerca. Sin día o noche. Por lo menos, si lo estoy, no soy consciente de ello. Y es que este limbo me está casi matando. Y digo casi porque si hay algo seguro es que nada dura para siempre. Esperar tampoco lo hará. Un día está pausa cesará y volveré a la vida. Sí...

 Eh, un momento. ¿Son esos los zapatos rojos?