Sobre hojas secas

Me gusta pensar que cuando las hojas sin vida caen temblando de los árboles no es por las estaciones. Me gusta pensar que significa otra cosa. Quizá en ocasiones nos intentan hacer un guiño, un "sé por lo que estás pasando". Y si tienes suerte ves cómo se las lleva el viento. Arriba. Más arriba. Al lugar donde todos hemos querido volar alguna vez.

El fin de semana que no paró de llover

Perdona si te he rasgado alguna vez,
      aunque solo fueran unos milímetros.
Perdóname, pero no olvides. 
      Vacíame el interior...
            Escárbame por dentro...
Pero espero que no encuentres nada,
      nada que seas capaz de olvidar.
Igual que este fin de semana,
      que no paró de llover.
No lo olvides... no lo olvides...
      Ni lo recuerdes demasiado.
Tenlo ahí, en la mesita de noche.
      Presente y ausente.
            Convaleciente.
Intenta no besarle cuando le veas,
      cuando le recuerdes.
Y después de este fin de semana,
      que no paró de llover,
            espero que no te llueva nunca más.
 Encuentra a otros culpables
      que te hagan sentir bien,
            que den calor a tus huesos húmedos.

Empapados por la lluvia de este fin de semana.

Fuego

Algunas miradas tuyas queman más que el fuego.

Me dan ese calor que adormece,

que te remata si te has creído muerto,

que te desata el autocontrol.


Algunas miradas tuyas no deberían mirarse.

No si te importa tu cordura,

si no quieres olvidarte

de lo que era ser mirado.


Sueños

Recuerda su sueño perfectamente. No. No lo recuerda. O sí. No lo sabe. Recuerda palabras que hablaban por sí solas. Que se le clavaban en el costado, pero sin dejar cicatrices. Y ahora, despierto, se roza con las yemas de los dedos los agujeros que nunca existieron; como cuando de niño paseas tu lengua por el hueco de un diente que se te ha caído. Y entre sollozos: "¿No es extraño echar de menos algo que nunca se ha tenido?"

Héroe anónimo

El señor de la corbata amarilla mira desde su balcón -dúplex del centro, sexto piso- un punto en concreto de las calles de Hamburgo. Lo mira y resopla. Saca un habano del bolsillo derecho de su camisa amarilla Nápoles de puntos amarillos de tres tonalidades: amarillo ocre, amarillo indio y amarillo cromo. Enciende el puro con dificultad; hace viento. Y frío. Mientras da caladas a su puro - nota mental: mañana bajará al estanco- piensa en la noche del decimotercer día del pasado julio. Un mensaje a su mujer de que llegará tarde. Sudor, mucho sudor. Horas extras en el bufete, trabajando. Katja, su secretaria. Una sonrisa lobuna se dibuja en su cara. Harold, todavía no estás acabado, piensa. Su monólogo interno es interrumpido por la risa de dos adolescentes acaramelados que se despiden en la esquina. Los niños de ahora parecen todos unos perroflautas. El chico le da su chaqueta gris a ella. ¡No es necesario! dice, pero piensa lo contrario; era absolutamente imprescindible para la chica de cabello rojizo. Un grito. Su mujer: ¿Qué haces, Harold? Él: ¡Un segundo, querida! Aunque querida no es precisamente el adjetivo que le grita su mente. Sigue mirando a la pareja, que termina de coquetear con un insípido beso. En el apartamento de enfrente un gato Bengala de rayas grises y pardas intenta subir a lo alto del tercer balcón. Harold le ladra. El gato le mira desconcertado y al rato vuelve a lo suyo. Yo tampoco me tomaría en serio si fuera tú, la verdad. Otro grito. ¡Joder, puta pesada! Pero el grito no es de su mujer, se da cuenta cuando oye el segundo. Es la pelirroja de antes. Dos sombras que le sacan más de una cabeza la agarran. El de dos centímetros menos le tapa la boca. No se escucha un tercer grito. Harold imagina que arroja el habano a la calle, se pone sus pantuflas de Homer Simpson, agarra el bate de béisbol de su hijo -ya graduado en una universidad privada- y sale disparado por las escaleras. Reuma, perdóname, pero es urgente. Llega a la puerta semidescalzo, no ve a nadie. Se dirige al callejón: ahí están los muy cabrones. La chica se vuelve hacia él, con lágrimas en los ojos. ¡LARGAOS DE AQUÍ, CAPULLOS, SI NO QUERÉIS QUE LLAME A LA POLICÍA! Las sombras sueltan a la pelirroja y huyen, más veloces que en la mejor escena persecutoria del cine. La pelirroja se abrocha la chaqueta de su novio y se derrumba. Ya ha pasado todo, murmura él. 
La imagen épica en su mente es interrumpida por el grito de su mujer: ¿¡¡Harold!!? El señor de la corbata amarilla pestañea, aturdido. Mira a la calle. Hay una chaqueta gris en el suelo, nada más. ¡Ya voy! Apaga el habano en el cenicerosale del balcón, cierra con llave y se acuesta junto a su mujer. 
- Buenas noches, Harold.
- Buenas noches, querida.