La música del mundo

- No es que no me guste la música, ¿sabes? (Pausa). Anda, empújame un rato. (Él se levanta a regañadientes y empieza a mecer el columpio). No es que no me haya parado a escuchar todos tus discos de Oasis, porque sí lo he hecho, y lo sabes. Sólo que... no sé. Tal vez tú y yo no tengamos el mismo concepto de la música. Tal vez no haya nadie que entienda la música como lo haces tú o como lo hago yo. Sería bonito, ¿no crees? (Él hace el amago de contestar, pero ella le interrumpe). Sí, ya, si todos fuéramos diferentes acabaríamos siendo iguales, lo sé. Yo siempre he encontrado belleza en el silencio... ¿Qué? No me mires así, ¡sé lo que estás pensando! Pero déjame hablar, ¿vale? Siempre me han llamado la atención los susurros y los murmullos de fondo, los crujidos y el rumor del viento... los sonidos sin un motivo concreto. Aunque quizá haya un porqué detrás de cada sonido que escuchamos. Imagínate, ¡todas y cada una de las palabras dichas y por decir formando parte del guión de algún borracho! ¿Crees en el destino? (Niega). Yo tampoco, son cosas de abuelas. Seguro que pensabas que era una de esas niñas cursis a las que les encantan esas estupideces. Y bueno, no te digo que no haya soñado con ello alguna vez... Pero me resulta tan absurda la idea de que cada nota del canto de cada pájaro esté anotada en el pentagrama de un ser omnisciente... Simplemente, no me lo puedo creer.

- Y entonces, ¿en qué crees? (Le lleva el dedo índice a los labios. Silencio). 

- ¿Lo oyes? (Asiente). Es la música del mundo.

Cenizas

No intentes llenar el vacío con aire seco, amor. Sabes que no es tan fácil retenerlo en tu interior. Y menos con tus pequeñas manos,
que no consiguen atrapar las quimeras,
que no consiguen aprisionarme el alma.

No intentes suplir los suspiros con desesperadas bocanadas, amor. Sabes que no pueden engañar a tu garganta. Y menos con tus trémulos labios,
que no consiguen elevar sus comisuras,
que no consiguen torcerse en el llanto.

No intentes cambiar el cielo con tu vuelo, amor. Sabes que nunca reemplazarás a los pájaros. Y menos con tus apáticos brazos, 
que no consiguen desplegar sus alas,
que no consiguen conmover al viento.

Pero, por encima de todo, amor, no intentes creerte tus propias mentiras.
No eres mejor que las cenizas.

Resurgimiento

De nuevo presa
de esta celda que
acelera y mata los impulsos
que creía desiertos

De nuevo víctima
de esta lengua que
pretende curar heridas
que ayer abrió

De nuevo fugitiva
de estas manos que
el pecho y el esófago
oprimen, incluso inertes

De nuevo, viva
Viva
(Por ahora)

Amor ciego

Y tú no puedes ver la música.
Son sólo instrumentos
pero los demás saben su forma
y después bailan.

Y tú no puedes ver el baile.
Son sólo cuatro pasos
pero los demás se abrazan
y después se besan.

Y tú no puedes ver los besos.
Son sólo cariño
y saliva
a veces amor.

Y tú
que no puedes verlos
¿con qué soñarás esta noche?

Yamagata

Ella nunca supo de elefantes, ni conoció el amor. Y, sin embargo, sí podía sentir el deshielo en su pecho cuando pensaba en su memoria, cruel e infinita, incapaz de olvidar el dolor. Incapaz de dejar atrás los terribles recuerdos.

Me faltaba algo


Parecía que las luces querían jugar un rato. Se apagaban y encendían constantemente. Y la música estaba tan alta que te sacudía el cuerpo de arriba abajo. Me resultó curioso que no llegara a estremecer el corazón. Al menos te obligaba a bailar, a moverte, a ser algo; a fingir ser alguien.
Y cuando permanecías a oscuras la infinitud te sonreía: podías convertirte en quien más anhelaras ser.
Me sorprendió elegirme a mí misma, entre todos los posibles candidatos del mundo. Aunque no era yo del todo, había algo diferente. Era una versión menos nítida de mí, tan trasparente que casi los demás no lograban ver. Pero yo sabía que era yo.
No obstante, el resto dejó de saberlo. 
A veces traspasaban mi cuerpo con sus miembros danzarines; me atravesaban el esófago, los pulmones, las clavículas y los tobillos; y yo, hecha un ovillo en el suelo, como si fuera polvo que necesitara ser barrido, era pisada por esos monstruos que nunca aprendieron a bailar de corazón. Mi cuerpo magullado no interrumpiría su vaivén. Y no sentía nada: ni sus roces, ni sus pisadas, ni sus risas, ni su euforia. Me había convertido en uno de esos fantasmas en los que nunca creí. 
Y tras un interminable parpadeo, las luces caprichosas suspendieron su juego, dejándonos inmersos en la penumbra. Las canciones pasaban y las homogéneas sombras, satisfechas por el giro de su velada, danzaban con más vehemencia, arrinconándome en su prisión. Gateando entre cristales, huí de la muchedumbre, para encontrarme con mi turbio reflejo en un espejo bañado de vaho. Una voz de metal farfullaba, y sus palabras, entremezcladas con sus quejidos, me resultaban incompresibles. El sonido se expandía por los azulejos de las paredes, pretendiendo desgarrarme con sus gritos. Limpié el empañado cristal con mis trémulos dedos. Sin la neblina reconocí mi pelo, mis ojos, mi nariz, mi boca y mi mentón. Sí, era yo. O eso pensé hasta que miré el agujero en mi pecho. ¿Dónde estaba la música? Desde luego que allí no. 
Y por fin distinguí los sonidos de mi propia voz. 

"
¿A quién quieres engañar?" susurraba.

A mí. Quería engañarme a mí.

El espejo, hasta entonces mero espectador de mi desorden, dibujó: "¿
Ya recuerdas quién eres?"

Cuando las luces iluminaron la pista de nuevo, hacía tiempo que había seguido el camino de vuelta a la música.
Y a mí.