Me faltaba algo


Parecía que las luces querían jugar un rato. Se apagaban y encendían constantemente. Y la música estaba tan alta que te sacudía el cuerpo de arriba abajo. Me resultó curioso que no llegara a estremecer el corazón. Al menos te obligaba a bailar, a moverte, a ser algo; a fingir ser alguien.
Y cuando permanecías a oscuras la infinitud te sonreía: podías convertirte en quien más anhelaras ser.
Me sorprendió elegirme a mí misma, entre todos los posibles candidatos del mundo. Aunque no era yo del todo, había algo diferente. Era una versión menos nítida de mí, tan trasparente que casi los demás no lograban ver. Pero yo sabía que era yo.
No obstante, el resto dejó de saberlo. 
A veces traspasaban mi cuerpo con sus miembros danzarines; me atravesaban el esófago, los pulmones, las clavículas y los tobillos; y yo, hecha un ovillo en el suelo, como si fuera polvo que necesitara ser barrido, era pisada por esos monstruos que nunca aprendieron a bailar de corazón. Mi cuerpo magullado no interrumpiría su vaivén. Y no sentía nada: ni sus roces, ni sus pisadas, ni sus risas, ni su euforia. Me había convertido en uno de esos fantasmas en los que nunca creí. 
Y tras un interminable parpadeo, las luces caprichosas suspendieron su juego, dejándonos inmersos en la penumbra. Las canciones pasaban y las homogéneas sombras, satisfechas por el giro de su velada, danzaban con más vehemencia, arrinconándome en su prisión. Gateando entre cristales, huí de la muchedumbre, para encontrarme con mi turbio reflejo en un espejo bañado de vaho. Una voz de metal farfullaba, y sus palabras, entremezcladas con sus quejidos, me resultaban incompresibles. El sonido se expandía por los azulejos de las paredes, pretendiendo desgarrarme con sus gritos. Limpié el empañado cristal con mis trémulos dedos. Sin la neblina reconocí mi pelo, mis ojos, mi nariz, mi boca y mi mentón. Sí, era yo. O eso pensé hasta que miré el agujero en mi pecho. ¿Dónde estaba la música? Desde luego que allí no. 
Y por fin distinguí los sonidos de mi propia voz. 

"
¿A quién quieres engañar?" susurraba.

A mí. Quería engañarme a mí.

El espejo, hasta entonces mero espectador de mi desorden, dibujó: "¿
Ya recuerdas quién eres?"

Cuando las luces iluminaron la pista de nuevo, hacía tiempo que había seguido el camino de vuelta a la música.
Y a mí.

1 comentario:

Rc Berkowsky dijo...

Muy buen texto. Me ha encantado.

Un saludo!