A quemarropa.

Todo pasó en un segundo. Un segundo en el que Brain podría haber estado ajustándose su anillo del dedo anular o tirando de los incipientes pelos de su barba rojiza. O quizá podría no haber estado haciendo absolutamente nada. Sin embargo, ese segundo cambió su vida -y su muerte-. No fue un acto, como una sonrisa torcida, un roce o algún que otro flirteo. No. Fue el segundo en sí. El tiempo se adentró en él, como lo haría una mota de polvo inspirada por accidente. Como la luz que se cuela por las rendijas de una ventana y se refleja en tu piel aún dormida. Pero el segundo todavía no había pasado, excitado y risueño como un niño que juega con pompas de jabón, recorrió su cuerpo de cabo a rabo, sin vacilar ante las bifurcaciones de su interior. Pero el segundo todavía no había pasado, seguía circulando dentro de Brain, impregnando cada célula, cada mililitro de su sangre y cada recoveco. Y atravesó sus venas, acarició sus pulmones y descansó en su intestino delgado. Y ahí se paró. Pero el segundo todavía no había pasado, seguía rozando sus dedos, electrificando su vello y enrojeciendo sus mejillas. No se movió del estómago, pues pensaba que de allí surgían las buenas ideas -sobre todo las más ambiciosas- y decidió quedarse (al menos durante un segundo).
Ese segundo fue como un disparo a quemarropa, como una pregunta brusca.
Inesperado, impreciso, diferente.
Ajeno a todo lo que jamás había sentido.


Pero el segundo no había pasado... el segundo fue eterno.

No hay comentarios: