Un pozo que a veces mira al cielo

Muchas veces, los fines de semana, al despertar, me quedaba quieta en la cama durante unas horas. Empezaba a jugar con la vista, a enfocar y desenfocar las imágenes que se encontraban delante de mí. Miraba las paredes imaginando formas, figuras en el gotelé. Mi actividad favorita era cerrar los ojos, frotármelos, y empezar a descomponer los colores borrosos que aparecían al mirar fijamente una luz. Más tarde aprendí que se llamaban fosfenos, pero en esos momentos eran un misterio para mí, algo nuevo que flotaba en mi mente. Y me fascinaba descubrir que cuanto más te concentrases en los colores, en las formas, más precisos se volvían, más moldeables. Los podías definir, volverlos imágenes casi nítidas, casi verdaderas. Y tal vez fuese eso lo que más me atraía, que fuesen inacabadas, nublas. Imperfectas.

Fue entonces cuando empecé a sentir algo nuevo. Algo que ni siquiera podía entender del todo. Un agujero en el pecho, que latía débilmente. Un agujero que siempre había estado ahí, pero era tan tímido que nunca se había atrevido a silenciar mis otros pensamientos, a interrumpir otras sensaciones y abrirse paso. Sutil y paciente, solo quería hacerme notar su presencia, decirme que un día podía llegar a llenarse.
Quizá el día que sintiese que podría abrirme a alguien y hablar de tabúes sin cuándos, dóndes y de mil maneras. Hablar de los colores que vemos al cerrar los ojos, de los agujeros que van surgiendo poco a poco para llenarse en un futuro.

Aunque lo que no sabía, la noche que intenté llenarlos por primera vez, es que con la misma facilidad que te completan, te vacían sin dudarlo tan siquiera un segundo. Se duplican y a veces te hacen sentir que no hay espacio para nada más. Y solo eres una serie de agujeros por los que no puede ni pasar el aire. 

Y cuando eso ocurre, cierro los ojos. Y respiro. Intento llenarme de esos colores.

No hay comentarios: