Tendrías trece años, tal vez. Te miraste al espejo, sin poder ocultar del todo lo que sobraba o faltaba. Nunca llegué a ver tu cara, pero no pude evitar recordar mi reflejo. No pude evitar imaginarme en ese mismo lugar, compartiendo el mismo cuerpo. Y cuando el silencio se vio interrumpido por tus lágrimas, que pincelaban el espejo en sus partes impuras, me encontré con mis ojos, separados de los tuyos por una pared y una cortina.
Hace ocho años era tú, con tus dudas y tu fragilidad, con la mirada fija en esos puntos y sin decir nada. Buscaba el reflejo, adicta a mi propia sentencia, y recorría mi pecho y mi vientre. Castigaba cada curva y cada línea. Mis manos cubrían las formas incompletas, las partes imperfectas que deseaba moldear. Trozos de algodón sobre las costillas y puntos de costura en las comisuras.
Hoy sigo siendo esa niña. Siento en el alma decirte que es muy difícil apagar esa voz mezquina. Siento en el alma no poder prometerte que olvidarás esas palabras, esos gestos, esas miradas que te harán perseguir una perfección inalcanzable, un vacío imposible de suplir.
Pero te juro que no estarán siempre ahí. Te juro que hay momentos en los que desaparecen, en los que verás en tu reflejo cómo tus comisuras se curvan hacia arriba. Cómo tu cuerpo se vuelve simplemente un cuerpo, y no un mecanismo que te escupa las mentiras que otros te han hecho creer.
Esos momentos son la única verdad. Persíguelos. Y aleja a quien los aleje.
Te fuiste de la tienda antes que yo, secándote las lágrimas y dejando la prenda dentro. Hace varios meses que sucedió, pero todavía pienso en ti en ocasiones. Todavía veo a esa niña en el espejo, veo tus ojos en los míos.
Aunque no siempre lo consigan, intentan sonreír por ti.
Siempre se me olvida quitarte el pintalabios
Primero aparece una imagen. Y luego otra. Pero ninguna esconde los mismos pensamientos, ninguna revela todo lo que siento. Es como si todas ellas supieran a quién van a desvelar sus secretos. Como si todas supieran que no merece la pena añadir todos los matices si no soy capaz de verlos. Y no puedo siquiera reinterpretarme cuando la vista me engaña, si el lenguaje inventa palabras que no entiendo.
Sé que debo evitar el consuelo de fundir las imágenes en un torrente de escenas, de intentar olvidar que estoy olvidando, de inundar letras con risas enlatadas. Al fin y al cabo, la mentira se esfuma al día siguiente, cuando como siempre me susurras la verdad. Y es que eres el único que se atreve a ser sincero. El único que, con tu aliento, me describe las formas que difuminé a conciencia, atrapa los engaños que endoso al futuro. Solo tú traduces las palabras que yo misma había cifrado: no puedo perdonarme por perdonarte, lo siento.
Sé que debo evitar el consuelo de fundir las imágenes en un torrente de escenas, de intentar olvidar que estoy olvidando, de inundar letras con risas enlatadas. Al fin y al cabo, la mentira se esfuma al día siguiente, cuando como siempre me susurras la verdad. Y es que eres el único que se atreve a ser sincero. El único que, con tu aliento, me describe las formas que difuminé a conciencia, atrapa los engaños que endoso al futuro. Solo tú traduces las palabras que yo misma había cifrado: no puedo perdonarme por perdonarte, lo siento.
Nombres
Cada vez que me asomaba
por la ventana y no veía la nieve, algo dentro de mí se revolvía.
Siempre había sido parte de mi paisaje, mirara donde mirara. Lo
cubría todo, desde los tejados y las ramas de los árboles hasta mis rodillas, al borde de congelarse. Incluso ahora, cuando cierro los ojos, no
puedo evitar verla. No puedo evitar llevarme las manos temblorosas a
los labios y bañarlas de vaho.
En cambio, desde mi nueva ventana, se ocultaban mil tonos distintos. Recuerdo que, la primera vez que los vi, me resultó absurda la idea de que siempre hubiesen existido esos colores. Eran pigmentos que no conocía mi repertorio, matices tan irrazonables que me veía incapaz de imaginar con los ojos cerrados. Tan intensos que eran imposibles de apreciar en su totalidad.
En cambio, desde mi nueva ventana, se ocultaban mil tonos distintos. Recuerdo que, la primera vez que los vi, me resultó absurda la idea de que siempre hubiesen existido esos colores. Eran pigmentos que no conocía mi repertorio, matices tan irrazonables que me veía incapaz de imaginar con los ojos cerrados. Tan intensos que eran imposibles de apreciar en su totalidad.
Y sin embargo, eran
reales. Vida recién nacida.
O quizá ya habían
formado parte de mi mundo, pero no pude identificarlos antes porque
desconocía las palabras para describirlos. No era la primera vez que
me había pasado, que algo nuevo había surgido ante mí, como un
misterio que nunca supe que quería resolver. Como un surco en el
pecho que se construye por sí mismo y no sabías que faltaba tanto.
Al aprender sus
nombres, al descubrir cómo esos colores cobraban vida, me invadió
el hambre más voraz que había sentido nunca. Me preguntaba cuántos
conceptos que eran invisibles a mis ojos esperaban ser encontrados,
esperaban formar parte de mí y que les diera nombre. Cuántas cosas
podían cambiar mi mundo. Cuánto podía cambiarlo yo.
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