Estaba sentada en la azotea de un piso de trece plantas, dándome la espalda. Sus piernas se balanceaban en el aire, cruzadas entre sí y formando innumerables curvas que se prolongaban conforme yo elevaba mi mirada y capturaba un centímetro más de su piel -creo que hasta ese momento no me había fijado en que podría haber tantas curvas seguidas en un mismo cuerpo-. El pelo azabache, lleno de enredos, apenas le llegaba a los hombros.
Yo me mantenía alejado, sin fuerzas para irrumpir en su mundo; quizá deslumbrado por él; lo más seguro que acobardado.
Me di cuenta de que era real cuando la vi moverse, colocando sus brazos hacía atrás y apoyando las palmas en el frío suelo. Y es que ella me resultaba tan intangible y su existencia tan absurda e improbable...
Parecía que estaba tomando el sol; un sol que no existía, ocultado por las densas nubes de febrero. Al rato giró la cabeza, permitiéndome observar su rostro por primera vez. Sus dientes rectos descansaban en su labio inferior, mordisqueado. El labio superior era una semicircunferencia casi perfecta, y digo casi porque su comisura derecha se arqueaba ligeramente hacia el lado, dándole un aire un tanto sarcástico. La nariz era finísima y de unos exactos cuarenta y cinco grados. Sus ojos inmensos del color de la absenta más impura miraban a cualquier lado. A cualquiera menos a mí. Se perdían más lejos de lo que nadie se ha perdido nunca, vagando en el más remoto de los mundos -y en el más deseado-. Me pregunté qué habrían visto esos ojos... Y como si fuéramos dos extraños que se conocen muy bien, supe que nada que mereciera la pena. Nada que la hiciera querer quedarse conmigo.
Entonces saltó.
A veces aparece en mis sueños. La veo balanceando sus piernas en el aire. Corro hacia ella desesperado y, cuando estoy apunto de agarrarla, salta antes de que llegue a rozarla.
Pero esta vez vuela, lejos, muy lejos. Porque no pertenece a este mundo.
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