Hay un cristal. Creo que hay un cristal. No sé exactamente dónde está, ni lo he visto ninguna vez. Pero sí, algo dentro de mí sabe que existe. Tampoco conozco su grosor ni su resistencia. No sé si alguna vez podré rozarlo con los dedos o echarle el aliento y dibujar sobre él imágenes que haya soñado, figuras que pinto automáticamente sobre cualquier papel. Creo que soy incapaz de verlo porque se extiende sobre todo lo que conozco, sobre todo lo que se posa ante mis ojos. Y me impide llegar a tocar nada, a sentir nada. A lograr a ser parte de algo. A sentir que soy un componente del mundo. A rellenar el vacío.
En ocasiones siento cómo se ensancha, cómo me separa aún más de la realidad. Y, en ese instante, me veo reflejada en él, veo mi rostro sobre su superficie preguntándose cuántos kilómetros va a abarcar el cristal, cuánta distancia me aísla del mundo. Cuándo se va a romper.
Y sí, hay momentos en los que siento cómo se resquebraja, cómo se llena de agujeros, cómo se llena mi interior del aire más limpio que me ha rodeado nunca... E intento aferrarme a esa experiencia, intento que lo más profundo de mi alma se ilumine por esa luz tan nueva, tan brillante, tan genuina.
Y te juro que logro creérmelo, que consigo, aunque solo sea durante los pocos segundos en los que me miras, que el cristal desaparezca. Consigo que seas parte de mí.
1 comentario:
Creo que solo te queda descubrir cómo prolongar -o hacer más cierto- tan precioso instante.
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