Parecía que mi corazón me iba a salir despedido por la boca. Estábamos tan cerca que podía sentir como se erizaba su piel. Y aunque evitaba por todos los medios reconocerlo, me gustaba esa proximidad. Sentir cómo la presión del momento le hacía temblar cada hueso de su cuerpo, cómo el contacto de nuestros dedos me hacía sentir frío, mucho frío, pero a su vez una reconfortante calidez que me traspasaba el esófago.
Yo siempre había sido un poco lenta, o tal vez eran los demás, que eran demasiado rápidos. No estoy segura. Sólo sé que una parte de mí sentía vértigo de pensar en lo que estaba a punto de ocurrir. O quizá era auténtico pánico, no lo sé.
Recuerdo que era de noche y quiso acompañarme. Y eso que nunca había sido, precisamente, un caballero. La verdad es que ni siquiera se esperó a llevarme a casa.
- ¿Quién empieza? - preguntó, dando a entender lo que ya iba a suceder.
- No lo sé. Me da vergüenza. - dije en un susurro.
Cerré los ojos, y tras una oscura espera que creí eterna, sentí unos labios sobre mí. También noté humedad y torpeza. Nada más. De repente, la calidez en mi vientre desapareció. Y me entraron ganas de palpar mi abdomen, de preguntarle por ella...
Entonces comprendí que nunca había querido estar allí, que yo la había obligado, por miedo a ser demasiado lenta. Por temor a no vivir esa experiencia.
Al llegar a mi puerta, nos despedimos y, antes de entrar, me quité los restos de su saliva con la mano.
Y nada más.
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