Llevaba puestos los cascos y el volumen de la música superaba al del mundo. Era como mirar el mismo fotograma una y otra vez. Y empezó a debatirse entre asignar un instrumento a cada objeto inmóvil de la habitación o cerrar los ojos y que, así, comenzarán a moverse a su compás.
Consideró estúpido a cualquiera que, en su situación, no sucumbiera a la tentación de imaginarse al libro de alemán tocando la batería.
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