Cada vez que me asomaba
por la ventana y no veía la nieve, algo dentro de mí se revolvía.
Siempre había sido parte de mi paisaje, mirara donde mirara. Lo
cubría todo, desde los tejados y las ramas de los árboles hasta mis rodillas, al borde de congelarse. Incluso ahora, cuando cierro los ojos, no
puedo evitar verla. No puedo evitar llevarme las manos temblorosas a
los labios y bañarlas de vaho.
En cambio, desde mi nueva ventana, se ocultaban mil tonos distintos. Recuerdo que, la primera vez que los vi, me resultó absurda la idea de que siempre hubiesen existido esos colores. Eran pigmentos que no conocía mi repertorio, matices tan irrazonables que me veía incapaz de imaginar con los ojos cerrados. Tan intensos que eran imposibles de apreciar en su totalidad.
En cambio, desde mi nueva ventana, se ocultaban mil tonos distintos. Recuerdo que, la primera vez que los vi, me resultó absurda la idea de que siempre hubiesen existido esos colores. Eran pigmentos que no conocía mi repertorio, matices tan irrazonables que me veía incapaz de imaginar con los ojos cerrados. Tan intensos que eran imposibles de apreciar en su totalidad.
Y sin embargo, eran
reales. Vida recién nacida.
O quizá ya habían
formado parte de mi mundo, pero no pude identificarlos antes porque
desconocía las palabras para describirlos. No era la primera vez que
me había pasado, que algo nuevo había surgido ante mí, como un
misterio que nunca supe que quería resolver. Como un surco en el
pecho que se construye por sí mismo y no sabías que faltaba tanto.
Al aprender sus
nombres, al descubrir cómo esos colores cobraban vida, me invadió
el hambre más voraz que había sentido nunca. Me preguntaba cuántos
conceptos que eran invisibles a mis ojos esperaban ser encontrados,
esperaban formar parte de mí y que les diera nombre. Cuántas cosas
podían cambiar mi mundo. Cuánto podía cambiarlo yo.
2 comentarios:
Todo este tiempo conociendo la cura del daltonismo, y tu ahí callada....
No se lo digas a Jiménez...
Publicar un comentario