15 de Julio de 2012. Domingo.
(Ni lunes ni sábado: domingo.)
Todos los domingos mi padre nos trae una caja, dentro de ella hay tres pinzas (una por cada hermano): dos amarillas y una verde. Si te toca la verde, friegas los platos. Así de simple y doloroso al mismo tiempo.
Las dos semanas anteriores les había tocado a mis hermanos (he de añadir el dato de que yo siempre he tenido suerte en los juegos de azar. O eso creo), así que tenía que resignarme al hecho de que hoy
Después de comer siempre me tomo un tiempo de relax, para asimilar la ardua tarea que se me aproxima.
Con el decimotercero 'NIÑA, VE A ARREGLAR LA COCINA', me levanté de mi cama a pesar de que mis músculos se resistían; sabían lo que se avecinaba.
Me anudé el delantal arrastrando mis temblorosas e inseguras manos hacia la nuca, a ritmo de la banda sonora del Equipo A. Tragué saliva antes de dar media vuelta para echar un vistazo al fregadero.
Ni mucho ni poco.
Cuando me quedaban tres cacerolas locas y un par de platos, mi padre entró a la cocina. La hora del café.
Mis labios dibujaron una sonrisa inquebrantable mientras mis ojos se posaban en los suyos con un aire de grandeza. Hoy era el día. Durante mis 16 primaveras, cada domingo cuyo turno de arreglar la cocina me pertenecía, en el último momento mi padre había sorbido las últimas gotas de su café y había depositado el vaso sucio en el fregadero. Otro más que limpiar.
La primera vez no me importó, puede que la segunda tampoco. Pero poco a poco, la hora del café se fue convirtiendo en un juego. Y hoy por primera vez la victoria iba a ser mía.
Solo me quedaban una cacerola y un plato cuando mi padre empezó a servirse la fría leche en un vaso que casi me miraba receloso.
Mientras que la cuchara se posaba una y otra vez en el bote de Hacendado, yo ya estaba terminando de secar el fregadero con un paño. Una vez terminé, me escapé de la siniestra cocina, no sin antes lanzar una mirada de autosuficiencia hacia mi padre, que estaba analizando con esos azules y penetrantes ojos cada detalle de esta. Antes de posar mi pie derecho en el pasillo que la comunicaba con el salón, mi padre detuvo mis movimientos alargando su brazo hacia mis hombros.
- No has secado la encimera. - musitó mientras depositaba el ya vacío vaso en el fregadero y abandonaba la sala tras cerrar la puerta. Quedándome atrapada en esas cuatro paredes, que seguro se reían de mi desgracia, restregué la encimera con el paño seco. Dirigí una mirada de rencor hacía el vaso cristalino y me dispuse a fregarlo a la vez que una silenciosa lágrima recorría el Tour de Francia en mi pálida mejilla.
Juraría que tras abandonar la cocina junto a mi inexistente dignidad escuché un:
"Cuando seas padre tus hijos fregarán tu café".
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