Tinta negra

Y es que estas letras me atrapan en sus telarañas, me sumergen en sus lagos de viento y marea, de infinitud y tierra mojada. ¿Y yo quién soy para negarle sus deseos? Si sólo soy formas encerradas en un cuerpo quebradizo que escupe tinta negra sobre papel blanco... Tinta que a veces dibuja precisos paisajes y otras se descompone en formas indecisas y temblorosas, manchas que pretenden ser más que meras sombras y penumbra. Tinta negra que ansía ser luz.
Y el cuerpo desfallece cuando quiere definirse sobre tanta superficie, pero no aprende de límites y no teme el colapso. No sabe de cálculos y física. Sólo aspira a reflejarse en poesía, en vaciarse el interior para que las formas huyan de la jaula, salpicadas en desequilibrios; en tinta negra.


Tinta negra que será luz.

Sí.

Bóveda nocturna

las sombras sepultaron tu voluntad
se entremezclaron con el aire
que atravesaba tus pupilas vacías
y una voz queda maúlla
y una luna ya no brilla

quedan dos en tu bóveda nocturna
su órbita se estremece
su negrura adolece
y no encuentras ninguna cura

sale el sol y se iluminan
las promesas de unas sombras
que no pueden hablar
y te crees a salvo
y te ves temblando
sujeto de delirios
que no puedes ignorar 
Iluso.
La noche no es su único escenario.

Nada

Parecía que las infinitas brumas tenían más densidad que ella misma. Ardían y le impedían abrir sus ojos negros. Así que caminaba a tientas por el bosque de Nada, buscando lo que todos buscan cuando llega la noche sin estrellas. Aunque jamás se había encontrado. Por eso mismo cada ente con ambición arde en deseos, no ya de conseguirlo, sino de al menos rozarlo con las yemas de los dedos o de mirarlo de soslayo. Pero sus ojos negros no eran como los de los demás. A pesar de su opacidad y de que nadie se hubiera reflejado en ellos, tenían un fondo limpio e inquieto. Y eso es algo que no se halla fácilmente. Eran sequía, desiertos. Nunca se ponían vidriosos. Nunca decían nada a nadie. Ni siquiera al bosque.

Pétalos entre páginas

Sus infinitos pliegues se bifurcan, se entrecruzan mirándose de soslayo. Y los olores que despiertan en mí ya no son dulces, ni siquiera cítricos. Son de flores que han perdido la intensidad por el camino, que dejan resquicios suaves, imperfectos. Mortales. Son olores indefinidos e inconstantes, por los que merece la pena forzar los sentidos, arrastrarlos por un valle de incomprensión; que resulta no ser del todo desconocida, si te fijas bien. Si te paras a descubrir lo que esconden sus puertas entreabiertas, las que solo aprecias por instinto. Las que tu cuerpo atraviesa movido por hilos invisibles porque algo que palpita dentro de tu ser te reconduce por los caminos de la curiosidad y el misterio. Y una vez en sus senderos, no eres capaz de no perderte. No eres capaz de no querer no perderte.
Una vez adentrado en sus páginas vetustas, renuncias a todo lo que no huela a flores marchitas y quimeras. Y te ahogas entre sus sábanas de terciopelo, entre el hueco que te separa a ti y al mundo. Te desdibujas en un aire que no logra viciarse; pues hace tiempo que no estás respirando, amor mío.