¿Dónde estás?

Llevaba un tiempo en silencio y cuando notó mi mirada clavada en su nuca, se sobresaltó. Alzó la cabeza en mi dirección y, al incorporarse, se sacudió las manos en los pantalones. Empezó a pasear en círculos, mascullando algo incomprensible y masajeándose los dedos, una y otra vez. Recuerdo que tenía algunas hojas enredadas en el pelo, pero no parecía darse cuenta. Mi cuerpo, hasta entonces inmóvil, se dejó apoyar en el tronco, bajo la sombra, y el suyo, de repente, se volvió quieto. Se alejó de mí, dándome la espalda y dejó que el sol bañara sus párpados, cerrados. Tras un suspiro, esta vez habló en voz alta, sin contenerse.

- Fuerzas los músculos, pero no responden. Tus labios se arquean de la forma más patética, pero no se abren. - se giró en mi dirección y, ante mi desconcierto, me miró con dulzura, como quien mira a un niño que todavía no sabe nada del mundo, y dijo con más suavidad - Inspiras y el aire no llega. Intentas reconocer el espacio que ocupa cada uno de tus miembros, pero no logras identificarlo.Y la presión que hay en tu pecho entorpece cada vez más la respiración. ¿Te ha pasado alguna vez? - centró sus ojos en los míos con una intensidad que me hacía sentir que mi cuerpo decrecía por segundos y cada vez se volvía más y más pequeño, hasta convertirse en una hormiga que escalaba por la palma de su mano, por sus hombros y descansaba en su mejilla. Desde allí, sus ojos de hielo me miraban, al borde de derretirse, arrastrarme en su marea y llenar mis pulmones de su sal. Creo que fue en ese momento cuando empecé a saber a qué se refería, qué ocultaban sus palabras. Asentí y, al apartar la mirada, recuperé mi tamaño original. - Todo lo que te rodea se vuelve borroso y la voz que se pregunta «¿Dónde estás?» se apaga, poco a poco. Y... - enmudeció de pronto, intentado elaborar las frases en su mente para que se correspondieran con la realidad; algo que sabía, por experiencia, que no iba a ocurrir. Se sentó de nuevo, apoyando la espalda en el árbol, junto a mí y, por el movimiento, una de las hojas de su peló cayó en sus piernas, arqueadas. Empezó a partir la hoja hasta que los trozos se volvieron demasiado pequeños y continuó. - Te juro que no puedo reconocer mi voz. No puedo sentir mi acento, ni si mi timbre se vuelve más agudo al final de cada frase. ¿Siempre fue todo así, tan... carente de sentido? - sus pupilas, por una vez, se posaron en las mías con necesidad, ardientes, esperando una respuesta. Quería decirle que yo sí identificaba su voz, que notaba el contacto de sus hombros con los míos, que yo sabía dónde estaba.

Sentí como mis músculos querían moverse, sin resultado alguno. Sentí como mis labios luchaban por abrirse, pero no lo consiguieron. Desconocía dónde se encontraba mi cuerpo y la presión sobre mi pecho me impedía respirar. Y mi voz... mi voz dejó de ser la mía.

Y, al cerrar los ojos, sin embargo, seguía notando su presencia, bajo la sombra del árbol. Miré en su dirección y sabía que estaba allí. Estábamos allí.

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